Tadashi Endo interpretó la lírica de la muerte con la pieza Maboroshi
- Ofreció dos funciones en el Teatro de la Danza del Centro Cultural del Bosque
En medio de la oscuridad hay un círculo de luz blanca, en el centro, un ser, un alma, o acaso un fantasma, envuelto en un uchikake (kimono nupcial) que empieza a levantarse. Al fondo se escucha un poema, las cuerdas de un shamisen y percusiones. Así inicia Maboroshi, pieza de danza butoh con la que Tadashi Endo interpretó la lírica de la muerte durante las dos presentaciones que ofreció en el Teatro de la Danza del Centro Cultural del Bosque.
El maestro ya lo sabía, lo dijo en las entrevistas previas al estreno, que el público se quedaría totalmente en silencio tras finalizar la obra. El lirismo, esa ferviente delicadeza con que expresó el paso a la muerte, si acaso dolorosa, trágica, bella o nostálgica, quedó grabada en los cuadros que desarrolló el bailarín.
Su personaje es un ser que lucha en un limitado espacio de luz, que se busca o se descubre siendo otra entidad, cuya presencia domina con la fuerza de sus movimientos, minuciosos hasta la punta de los dedos: falanges ora tullidas ora expresivas y poderosas, que dan dirección al cuerpo, que le ponen contexto a la insondable expresión de un rostro incierto, dolorido, liberado. Al fondo, además del poema, recitado en un estilo que nos remite al kabuki, aunque el maestro lo negó en un comentario al final de la presentación, parpadea el sonido del rin, campana budista que suena en los funerales japoneses, y las percusiones.
El sonido de una explosión rompe el cuadro, se escucha el galopar de los caballos que Endo representa con los dedos. Otra explosión, la tormenta de nieve cubre el ambiente, coloreado por el tintinar de un fÅ«rin (campanilla de viento japonesa). Sobre la luz que cruza el escenario camina el encorvado maboroshi que, al llegar al final de ese corredor luminiscente, se desprende del uchikake, como si se le cayera la vida.
Ahora el ente, liberado al fin, y acompañado por un canto infantil, zurce algo, tal vez recuerdos, sensaciones o nostalgias. Ese es el último cuadro de la primera parte.
Montado en unas getas (calzado de madera tradicional japonés), sosteniendo una rosa blanca y vestido con un kimono ligero, casi transparente, Endo inicia la segunda parte. El personaje se descalza para ingresar a ese nuevo mundo, uno dominado por el color verde, como si nos recordara el bosque. En términos dancísticos, es corporalmente más extendido: explora con su cuerpo las posibilidades del espacio, que ahora lo acoge una pieza clásica occidental, brindándole dramatismo a la expresividad de su butoh.
En Japón suele colocarse una fotografía del difunto en los altares durante el funeral, y el último cuadro nos recuerda este ejercicio. Solo un haz de luz ilumina el rostro del protagonista, antes de que una larga oscuridad sobrevenga en la sala y desaparezca el maboroshi.
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